Hacia la disgregación de la episteme

Michel Foucault definió episteme como el marco de conocimiento sobre el cual se constituían los saberes permitidos y prohibidos en el seno de una sociedad. Ese marco no debe ser considerado como un conjunto más o menos amplio de datos, informaciones o conocimientos. Episteme es el conjunto de relaciones entre saberes que decide qué pensamiento es correcto o incorrecto. Tiene varias características inalienables: por una parte es dinámico, esto es, que si se realiza una fotografía fija de los saberes contenidos por una sociedad, la episteme se hace invisible y lo único que quedará revelado son las ideas, los conocimientos, los datos… que usa esa sociedad en ese momento dado. El análisis del contenido de ese punto fijo temporal es trabajo de la Historia de las Ideas. Cuando volvemos a dar al botón de «Play» a la historia, se volverá a percibir vagamente la sombra de de ese marco de relaciones. Una sombra que no es fija, sino que está continuamente en movimiento. Y de ahí, la segunda característica de la episteme: su labilidad. No se trata de un marco fijo, perpetuo y rígido, en el cual las relaciones se mantengan inamovibles por los tiempos de los tiempos, sino que, muy al contrario, la episteme varía continuamente: lo que ayer era una idea marginada hoy puede haberse transformado en un saber fundamental. Por último, la alta complejidad de las interrelaciones que se producen en el seno del marco de saber hacen que la episteme no sea controlable por las instituciones que regentan el poder. Si pueden influir, y mucho sobre ella; pero jamás podrán soñar en controlarla monopolísticamente, puesto que la episteme pertenece a la sociedad, y no al poder sobre el cual esta sociedad se sustenta.

Sin embargo en los últimos años, con la imposición de tecnologías como el smartphone, han aparecido grietas que pueden llevar a, sino destruir, tal vez sí a generar mayor control sobre la episteme por parte de los poderosos. El smartphone, objeto totalitario donde los haya, se comporta para el usuario como un scroll infinito donde la mirada y la atención se detiene de manera indefinida. La pantalla del smartphone nunca acaba, y todo lo que allí se expone gusta al usuario, le engancha a seguir moviendo el scroll en busca de nuevos contenidos. Es por ello que hoy en día se hable de una pandemia silenciosa pero altamente perniciosa de adicción al smartphone, que afecta sobre todo a los más jóvenes.

Los contenidos que más enganchan en el smartphone no son páginas aburridas de blogs sesudos cuyo contenido se tarda en leer y digerir un tiempo bastante largo. Muy al contrario, enganchan los mensajes cortos: los slogans de Twitter; las fotografías trucadas de Instagram; los videos fulgurantes de Tik Tok. La gente puede pasar horas apostada delante de la pantalla del móvil observando decenas, cientos de esos videos cortos que, realmente, no ofertan ningún contenido especial. El video de Tik Tok no va dirigido a la corteza gris cerebral, sino a la amígdala emocional.

En principio, los algoritmos de las redes sociales actúan para fomentar que los contenidos fulgurantes atrapen al usuario según su predisposición y gustos. Por lo tanto, existe un universo individualizado de frases, imágenes y videos para cada persona. Se disgrega el espacio común social en el que vivimos en pos de un universo virtual o, quien sabe si en el futuro también un metauniverso, donde cada persona interactúa de manera celular y hermética con el mundo que le rodea. Las interrelaciones entre contenidos los decide un algoritmo que, además, está sesgado para favorecer las políticas de la empresa o del magnate que los ha diseñado. Se marginan ciertas ideas y se centralizan otras que, posiblemente, no tengan nada que ver con las de tu vecino o con las del panadero de al lado. El smartphone contiene una microepisteme diseñada según los gustos del usuario con el fin de controlarle más allá de lo que pueda hacer una ley, un gobernante, o un sistema judicial.

De modo que son las grandes empresas del sector tecnológico las que deciden qué es lo que va a recibir el usuario, en qué volumen y en qué orden. Además, anulan, censuran, ignoran ciertos contenidos que tal vez si pudieran ser de interés para la ciudadanía, pero que, bien, no encajan en la microepisteme smatphone, bien no interesan al consejero delegado, o al presidente del Partido Comunista de China. De modo que es a través de esta alteración de las interrelaciones entre saberes que se produce dentro de la pantalla del smartphone, la episteme se daña, quien sabe, irreversiblemente. Al marco de saberes que la sociedad ha ido construyendo y manejando por los siglos de los siglos le ha salido una competidora: la microepisteme smartphone, perfectamente adaptada a los gustos y necesidades de cada ciudadano y donde se convierten en centrales aquellos contenidos que el ciudadano quiere que sean centrales, y donde desaparece todo aquello de lo que no quiere ni oír hablar.

Pasar de una microepisteme que controla férreamente al individuo a una episteme que controla eficazmente la sociedad solo hay un pequeño y, tal vez, sencillo paso: Una vez que Google, Apple, Meta o Tik Tok hayan acumulado zettabytes de datos acerca de nosotros, los cuales habrán sido donados generosa y altruistamente por los usuarios, y sean capaces de tejer una compleja red neuronal en sus laboratorios de datos, podrán crear un metaepisteme que controle, alimente y vigile a las miles de millones de microepistemes en las que se habrá fragmentado la sociedad. Un cambio político, la aceptación de una ley que beneficie a las grandes corporaciones o, incluso, una llamada a la guerra serán facilmente activados a través de sutiles cambios de contenido en el scroll del smartphone. Nos alistaremos en el ejército para defender los intereses de Tik Tok sin que ni siquiera el Gobierno nos tenga que enviar una carta de reclutamiento. Seremos incapaces de comprender que hemos sido atrapados por un sistema perverso, simplemente, porque todos los indicios y saberes que lo corroboran habrán sido expulsados fuera de la metaepisteme, y vagarán olvidados en viejas bibliotecas a las que nadie se acercará a abrir un polvoriento libro.

Contra la gamificación de la educación

Los niños aprenden a través del juego. Eso es algo conocido por psicólogos y educadores desde hace décadas. Es por ello que cada vez se de más importancia a las actividades lúdicas en la infancia. Y, también, esa es la razón por la que la sociedad hiperconsumista contemporánea atiborra de juguetes las habitaciones de los más pequeños, como si una presencia masiva de estos objetos fomentara el juego y las habilidades psicosociales. Nada más lejos de la verdad: el juego no tiene nada que ver con el juguete-en-sí, sino con las circunstancias sociales que rodean a ese objeto. Aunque se le de una juguetería entera, si no dispone de unos padres, hermanos o amigos dispuestos a jugar con él, el niño se aburrirá soberanamente con los cientos de artilugios inservibles que le rodean. No es el juguete con lo que aprenden, sino con la interacción social que lo rodea. El juego es una excusa de socialización para los más pequeños, los cuales no disponen aún de las herramientas sociales para llevar a cabo una relación más compleja con los que les rodean.

Por lo tanto, el juego sí educa. Ahora bien, no educa todo. Existen habilidades sociales e intelectuales que van más allá del mero juego, y en cuya adquisición son necesarias otras estrategias diferentes. Por ejemplo, en el aprendizaje de la frustración a través de un videojuego en el que, tras el «game over» tienes la posibilidad de iniciar otra partida, lo que se está verdaderamente interiorizando es que, no importa las veces que las fastidies, que siempre podrás volver a empezar desde cero sin ningún tipo de consecuencia. En la vida real eso no sucede. En la vida laboral, probablemente, mucho menos.

Tampoco se puede gamificar el empeño y el esfuerzo. El juego es fácil, alegre, divertido e, incluso, adictivo. Apetece jugar una y otra vez sin que eso obligue un intenso sacrificio personal. El juego no cuesta esfuerzo porque se hace a gusto. Sin embargo, en la vida va a ver momentos y circunstancias en las que habrá que empeñarse en obtener con un esfuerzo para nada alegre, divertido y, mucho menos, adictivo. Luchar es lo contrario de jugar, porque en la lucha no juegas, defiendes tu vida. El juego no está diseñado para enseñar a defender la vida; ni siquiera los videojuegos de luchas y batallas cuerpo a cuerpo.

Cuando un niño aprende matemáticas con un programa enfrente de una pantalla está aprendiendo a través de prueba-error una serie de pasos que le lleven a superar pruebas y ganar puntos y premios. Descubre una secuencia de gestos con el ratón, mas no interioriza una fórmula matemática, ni el sentido de todo el proceso-secuencia que le lleva al éxito. No hay una narrativa en el aprendizaje gamificado. Solo se aprende a solucionar problemas técnicos, no a comprenderlos. Y, en muchas ocasiones, ni siquiera eso: se puede encontrar un camino alternativo a la solución de los problemas, un atajo que para nada tiene que ver con el aprendizaje de las matemáticas y que no puede ser aplicado, de ninguna manera, fuera de ese programa concreto.

Y sin embargo, la gamificación se impone en una sociedad en la que el esfuerzo no es un valor, sino una tara. A un niño que se le haya educado por juegos de ordenador va a ser muy difícil ponerle delante de un papel y un lápiz para que resuelva multiplicaciones o ecuaciones. El papel no ofrece más alternativas que las que están descritas en el enunciado. El papel no da pistas. No hay atajos. El papel exige narrar el proceso que lleva a alcanzar la solución. Hay muchos caminos para llegar a resolver un problema matemático pero, por lo menos habrá que recorrer uno de ellos para alcanzar la meta. En el papel, en caso de error, no hay otra oportunidad de enmienda. Tras el «game over» analógico no puedes repetir la partida. El papel exige esfuerzo, disciplina, rigor y exactitud. El juego, sin embargo, opta por un aprendizaje sin esfuerzo, en el que el alumno aprenda porque quiere aprender, no porque una figura de autoridad le exija un aprendizaje «que no apetece». En el juego nunca hay rigor, siempre se permiten errores, se dan pistas, hay otro inicio feliz después de cada «game over». La exactitud desaparece de la mente de los humanos. Mientras las máquinas son exactas, los pequeños se divierten.

No está mal emplear unas horas a la semana a educación gamificada, pero solo como complemento al papel y lápiz. De este modo los niños pueden recrear de una manera más amena toda la narrativa que han descubierto con la figura del profesor a través de los libros impresos, las pizarras y los cuadernos. La pantalla como complemento, no como sustitutivo. Y solo en el colegio, jamás en casa, donde los programas «educativos» en teléfonos móviles, tabletas y ordenadores, muchas veces sin la supervisión «activa» de un adulto, pierden todo el valor didáctico. Las aplicaciones educativas no son más que meros caballos de Troya con los que los niños quedan atrapados en las pantallas.

Nunca es tarde para aprender a manejar un smartphone. Cualquiera puede hacerlo. Las aplicaciones son cada vez más sencillas e intuitivas, de modo que si un niño no aprende a manejar un aparato de este tipo hasta los 12 o 14 años no va a sufrir una brecha digital con sus compañeros, pues en una semana se podrá poner al mismo nivel que un usuario top. Sin embargo, si hay un tiempo limitado para que el cerebro de niño sea estimulado de modo que sea capaz de razonar, memorizar, calcular, idear y construir. Hay un tiempo limitado para el aprendizaje de la escritura; para la comprensión lógica de ciertos problemas matemáticos; para la adquisición de recursos culturales que, off-line, le sirvan para tomar decisiones. Y esta neuroestimulación solo se puede llevar a cabo eficazmente de un modo: sin pantallas. O con muy pocas de ellas.

Por lo tanto, cuidado con el canto de sirenas de todas esas marcas comerciales que prometen que los niños aprenderán matemáticas u ortografía sin sufrimiento y sin esfuerzo. Los conocimientos serán adquiridos casi sin querer, de modo espontáneo, mientras se desplazada el dedo sobre una pantalla digital. A la larga, probablemente, no solo no aprendan nada, sino que se les creará una dependencia a las herramientas digitales, y les será prácticamente imposible re-aprender a aprender. Sin pantallas. A la antigua usanza. Algo que, desgraciadamente, no está de moda. No es un «hype».

La importancia de los falsos discursos

Michel Foucault definió «discurso» como conjunto de ideas, prácticas, instituciones y formas de comunicación que determinan lo que se considera válido y aceptable dentro de una cultura o una sociedad en un momento dado. Los límites de este discurso vienen marcados por la episteme, pues esta establece las relaciones entre diferentes saberes que pueden hallarse en una sociedad en un momento y los clasifica según su grado de verdad. De este modo en un discurso jamás podrá introducirse un concepto que no encaja en el marco epistémico de ese momento. Por lo tanto, las verdades y falsedades que manejamos no lo son tanto porque así lo sean de manera absoluta y objetiva, sino porque el marco de relaciones de saberes que manejamos, y el discurso con el que los utilizamos en la vida real, así lo han establecido.

El sistema de pensamiento moderno basado en la razón es frágil, muy frágil. A medida que se acumulan saberes, estos se vuelven cada vez más inestables, pues es difícil encontrar un dato, una prueba… que refute todo lo dicho, pensado y creído hasta entonces. Posiblemente su fragilidad ha llegado a tal punto que gran parte de la sociedad se siente perdida, desorientada, sin una referencia válida. La incertidumbre no es un buen caldo de cultivo para el buen funcionamiento de una sociedad. Siempre habrá quien exija verdades estables, rígidas, con las que pueda construir su mundo, sus ideas, sus opiniones… sus sueños y expectativas.

Si aceptáramos que los saberes de los que disponemos no encajan en ese dogmatismo moderno de verdad objetiva e incontestable, deberíamos también reconocer que muchos de los discursos que estructuran las conversaciones y los debates sociales están fundamentados en ideas que, tal vez mañana, sean demostradas como falsas e inútiles. Y, a partir de ahí, deberíamos estar abiertos a cuestionar contantemente nuestras creencias, tolerar aquellas que, en algún momento, puedan resultarnos chocantes o, firmemente, falsas; y aceptar cambios en nuestros discursos. Práctica nada sencilla si un grupo de ciudadanos, más o menos mayoritario, no se siente capacitado para poder funcionar en esa inestabilidad de pensamiento. Estos impondrán una visión más rígida de la realidad a los más adaptativos. Estos últimos, aunque son capaces de reconocer la ausencia de verdad de los planteamientos de los rígidos, son atrapados por el poso de verdad que, indefectiblemente estos emiten. Los adaptativos se rigorizan, tal vez más aún que los rígidos nativos, hasta tal punto que se crean grupos talibanes que apoyan, sin fisuras, una serie de verdades basadas en la razón, pero desprovistas del aura de verdad absoluta que busca la racionalidad moderna. Esta transición de la racionalidad moderna a la pseudorracionalidad postmoderna trae con sigo la formación de trincheras ideológicas infranqueables: el primero que asome la cabeza, cae acribillado por las balas… de sus compañeros.

Por lo tanto, en la actualidad, precisamos de discursos válidos, que no verdaderos, con los que poder habitar cómodamente la trinchera ideológica que hemos elegido defender. Nosotros, o nuestros propagandistas de turno, enredan, acicalan y manipulan los hechos acaecidos en la sociedad para que estos se adapten como guante en mano a nuestro discurso. La tranquilidad de espíritu y pensamiento viene en el momento en el que la realidad corrobora nuestras ideas, y nos ofrece fuerza y arrojo para enfrentarnos a todo aquel que nos acuse de mentirosos o manipulados.

Un falso discurso no sufre crisis alguna mientras exista un ámbito de la realidad en el cual no pueda demostrarse su falsedad. Por muy pequeño que sea este, siempre podrá hipertrofiarse su importancia a través de los medios de la propaganda, con la cual se muestra la positividad de nuestro discurso frente a las falsedades, por muy nimias que sean, del discurso contrario. Y aun habiéndose destruido todo soporte argumental y toda relación con la verdad y la realidad, el falso discurso puede aún subsistir durante muchos años, e incluso enterrar a otros muchos con un mayor poso de realidad. Porque la finalidad de todo el entramado episteme-discurso no está en la adquisición de una verdad absoluta, o de una comprensión no refutable de la realidad que nos rodea, sino porque forma parte de un sistema de saber-poder con el cual se ejerce control social sobre la sociedad. Mientras no exista otro discurso, más o menos verdadero, capaz de establecer un ordenamiento social tan efectivo como el de nuestro falso discurso, este no desaparecerá. Incluso, es en esa fase de decadencia cronificada, en la cual la verdad pone en duda continuamente la validez de ese falso discurso, cuando sus adeptos se radicalizan de una manera más agresiva y violenta.

La resiliencia del falso discurso reside en dos aspectos de la estructura del saber-poder: por una parte la episteme sobre la cual se genera el discurso es una matriz de relaciones vacía de saberes. Tan solo indica cuál es la posición de un saber concreto y sus relaciones con los demás saberes, de modo que la episteme recopila, organiza y clasifica todo el conocimiento que puede haber sido recopilado por la sociedad. La manipulación de esta vasta red de relaciones implica cambios no solo en el saber concreto que queremos resituar en la matriz, sino de todos un cada uno de los saberes con los que interactúa. Esto, que sucede de manera espontánea, natural e inevitable a lo largo de la historia de la episteme, no puede, sin embargo, producirse en un momento, en un punto dado de la historia. Porque la episteme es dinámica, desaparece en la estaticidad. Cuando paramos el tiempo epistémico, la episteme desaparece y tan solo podemos observar cómo los saberes han sido organizados por ella. No es la sociedad la que controla la episteme. Es la episteme la que, de manera casi subconsciente, controla a la sociedad y, mientras en la matriz de relaciones de saberes los contenidos del falso discurso se mantengan cerca de aquello que esta considera como una verdad sólida, este no podrá ser eliminado. Por otra parte, dentro del sistema del saber-poder siempre es necesario un discurso que permite mantener una estabilidad social. Mientras ninguna de las alternativas al falso discurso sea capaz de superarle epistemológicamente y, a la vez, asegurar control y estabilidad social, el falso discurso no podrá ser eliminado de ninguna manera.

Un claro ejemplo de este falso discurso que pervive en el seno de la sociedad y que, por ahora, está a salvo de cualquier intento de borrado, es la ideología (o no-ideología) nacionalista. Surgida a partir de la necesidad de justificar políticamente la idea de estado-nación en el ámbito de unas sociedades democráticas que empezaban a bostezar en el siglo XIX, y alentada tanto por la nobleza primero (en la época de la Ilustración) como por la burguesía después (en la época de las grandes revoluciones), el nacionalismo creó la falsa ilusión de un mundo dividido en compartimentos estancos en los que personas, cultura y capital permanecían aislados del resto de personas, cultura y capital que les rodeaban. Asimismo, se generó la ilusión de que ese aislamiento no solo estaba bien, sino que además era moralmente superior a los intentos universalistas por equiparar a todas las personas. A partir del nacionalismo aparecieron articulaciones teóricas que le daban soporte intelectual: el racismo, el nacionalismo cultural, el imperialismo… hasta que fue devorado y utilizado torticeramente por los grandes regímenes totalitarios del siglo XX y XXI: la Alemania nazi, la URSS estalinista y la China contemporánea. Pero si algo nos enseña la realidad, es que no hay ni nunca ha habido fronteras estancas, salvo quizás las de Corea del Norte, donde los súbditos esclavizados por Kim Jong-un se mueren de hambre en el mayor gulag del que ha sido testigo la humanidad. En el resto del mundo corren libres las personas, las ideas, el capital y los bienes de consumo a través de las aduanas y las alambradas. No hay mar embravecido que pare a un inmigrante que quiere cruzar el canal de la Mancha, como no hay agente fiscal que pueda evitar que una empresa española se deslocalice a los Países Bajos. Las fronteras solo existen el falso discurso de quien ejerce control social sobre nosotros. El saber-poder de los mapas políticos sigue siendo útil, a pesar de que la realidad los haya refutado, y seguirán siendo útiles hasta que se pueda dibujar un nuevo mapa del mundo sin estados-nación, algo que, personalmente, veo muy lejos en el tiempo. Solo una terrible crisis a nivel mundial, de efectos devastadores, podría borrar del mapa mental de todos los habitantes de este planeta la idea de fronteras e introducir así una nueva organización política de los territorios. Hasta entonces, y esperemos que sea para dentro de muchos muchos siglos, deberemos soportar con estoicismo y defendernos con contundencia de las formas agresivas del nacionalismo: desde el supremacismo de Bildu y Vox hasta la aristocracia racial de Puigdemont.

A pesar de que el discurso del nacionalismo es falso, debemos ser conscientes que hoy por hoy, no hay alternativa válida que pueda sustituir a nivel global al estado-nación. Y como este ejemplo, hay muchos otros falsos discursos que siguen y seguirán ejerciendo su saber-poder sobre todos nosotros, a falta de otro discurso, tal vez más veraz, lo sustituya. Algunos de ellos, tan enraizados aún en la episteme que, aun todavía, no tenemos la capacidad de aprehender su falsedad.

El embedding y la episteme (y II)

Visto así el embedding, parece que toma la forma de un concepto filosófico que acuñaron algunos filósofos, entre ellos Michel Foucault: la episteme. El marco de saber que utiliza una sociedad, y que permite, entre otras cosas, clasificar los saberes en verdaderos o falsos, delimitar lo sano y la locura, y expulsar todo aquello que se considere «tabú». La episteme no contiene saberes, sino que es una densa red de relaciones entre saberes. La episteme existe antes de que exista conocimiento. Llegado un momento, es atravesada por el saber masivo, informe, desorganizado que ha ido recolectando la sociedad a lo largo de toda la historia. La episteme lo organiza, lo clasifica y le da valor. Decide qué saberes están más cerca de la verdad, y cuáles deben ser expulsados al pozo de la locura. No se trata de un ente fijo, rígido, sino que cambia continuamente adaptándose a los nuevos conocimientos y circunstancias de la sociedad. La episteme no puede ser analizada en un punto fijo de la historia, porque solo existe a lo largo del tiempo. Cuando se para el reloj de la historia y se analizan los saberes, lo que se puede observar son las ideas, esto es, el saber amorfo atravesado, clasificado y organizado por la episteme. De la idea se encarga la Historia de las Ideas. De la episteme, la arqueología del saber.

Observo yo una gran similitud entre la episteme y el embedding. En ambos casos, no hay un contenido previo de saberes, sino tan solo representaciones de relaciones, en una, diez, o miles de dimensiones. En la primera hay un saber grosero, burdo, ingobernable que va a ser organizado y clasificado según las relaciones previstas en la episteme. En el segundo, una arquitectura algorítmica, vacía de contenido, como lo es el transformer, espera que le sean suministrados gran cantidad de terabytes de información, para así aprender a situar cada una de las palabras que conforman esos textos en un hiperplano de n dimensiones. Cada palabra no poseerá no solo locus embebido, sino que ésta permanecerá en contínuo movimiento, modificando su posición según sea el contexto del texto. Por lo tanto, ni la episteme ni el embedding son fijos en el tiempo y en el espacio. Están continuamente modificando su estructura. Existen límites a su función, que es la locura en el caso de la episteme, y las palabras no conocidas por parte del embedding. Y, sin embargo, un cambio cultural o un entrenamiento exhaustivo pueden llevar a situar a una idea de locura dentro de la episteme o a una palabra nunca antes dicha en el corazón del embedding.

Hace unos años propuse la idea de dictadura epistémica como el colofón de control social por parte de gobiernos o multinacionales privadas. Una organización que sea capaz de controlar la episteme a su antojo podría llevar a la sociedad a la mayor de las servidumbres, pues esta sería incapaz de percatarse nunca jamás de que está siendo avasallada. No se puede pensar supraepistémicamente, por lo que si los dictadores epistémicos consiguieran anular la idea de sometimiento en la mente de la ciudadanía, esta jamás sospecharía de su miserable sino. Sin embargo, creía que ningún gobierno ni ninguna gran tecnológica estaba todavía capacitada para este gran salto en la historia de la Humanidad, que permitiría crear una sociedad dócil para con los poderosos, sin necesidad de sistemas coercitivos ni de terribles y sanguinarios sátrapas que serían vistos con odio por la mayor parte de la población. Juzgaba imposible dominar la episteme, esa metaestructura del pensamiento tan preconsciente, tan caprichosa, tan líquida… A lo más que se podía aspirar es a una propaganda muy eficaz, pero lejos del objetivo del control total de la sociedad. Mi perspectiva acerca de este tema ha cambiado radicalmente con el embedding, los transformers y, sobre todo, su aplicación práctica con los chatbots como ChatGPT.

El conocimiento del que se aprovechan los transformers, como puede ser BERT de Google o GPT de OpenAI procede del inmenso corpus digital que hemos ido añadiendo, año tras año, en la web. Ya no solo son textos, sino también videos, grabaciones sonoras, fotografías… A pesar de que el corpus digital es inmenso, inabarcable, sigue siendo bastante limitado si se considera toda la riqueza cultural de la Humanidad. Gran parte de ella no puede acumularse en medios digitales, pues se tratan de datos no estructurados y no estructurables, y quedan fuera de la capacidad de computo de cualquier computador. Sin embargo, desde la aparición del smartphone, la sociedad vive cada vez más enganchada al dato estructurado o estructurable: desde medios de comunicación digitales, hasta videojuegos y aplicaciones de entretenimiento, pasando por las redes sociales. Todo lo que producimos y consumimos está quedando encerrado en unos medios digitales que estructuran automáticamente nuestros inputs para así alimentar los algoritmos de los transformers. Ya nadie escribe a mano, con papel y bolígrafo. Más aún, nadie guarda sus textos escritos en word en un disco duro. Del mismo modo que hago yo con este blog, nuestras creaciones quedan registradas en la nube, ya sea de manera abierta, o en un disco duro virtual gratuito cuyas condiciones de uso puede suponer la explotación de los metadatos por parte del proveedor. En todo caso, estamos dirigiendo toda la producción cultural hacia lo digital. El ratio de cultura digital/analógica va cambiando vertiginosamente. En el momento en el que toda la producción cultural humana sea digital o sea digitalizable-estructurable, en el momento que las capacidades de almacenamiento y cómputo sean suficientes como para procesar toda esa información, los transformers, o las arquitecturas de datos que les sustituyan habrán alcanzado un punto de perfección tal que manejarán y controlarán el marco de conocimiento de una sociedad. Y de ahí al siguiente paso: manipular el embedding para que los ciudadanos se conviertan en súbditos sumisos de un gobierno autoritario como el chino, o de grandes corporaciones industriales, como Alphabet, Meta o Microsoft.

Yo soy el primero que utilizo tanto ChatGPT como los transformers BERT y RoBERTa, y me fascinan tanto con sus capacidades como la mejora en la calidad de vida que pueden suponer para ciertos trabajos (por ejemplo, para escribir código informático o recuperar ciertas informaciones-que siempre hay que cotejar con otras fuentes-muy específicas). Pero, aun así, creo que todos nosotros, en la medida de lo posible, tenemos que tratar de evitar que toda nuestra vida cultural, social, laboral y familiar circule por medios absolutamente digitales. Los transformers, el embedding y los chatbots que se construyen a partir de ellos nos han demostrado que, si les dejamos, llegarán a controlarnos absolutamente, sin que ni siquiera nosotros nos demos cuenta de ello.

El embedding y la episteme (I)

Me fascina el modo que los ordenadores son capaces de comprender el lenguaje humano y, a partir de ahí, establecer conversaciones fluidas con nosotros hasta el punto de que la interacción con las máquinas puede llegar a ser tan o más satisfactoria que con otras personas reales. Y, entre estos diferentes modelos, me llama la atención el Transformer, un algoritmo que fue propuesto en 2017 por Ashish Vaswani en el artículo «Attention is all you need». Hasta entonces los ordenadores solo eran capaces de comprender palabra por palabra los textos que escribíamos los humanos. Es cierto que no tienen capacidad de abstracción y nunca sabrán lo que es una «mesa». Pero lo que sí pueden llegar a comprender qué cerca o qué lejos están otros términos de la palabra «mesa». Esto podría definirse en un espacio euclídeo de dos dimensiones en el que cada palabra toma unos valores de abcisas y ordenadas, x e y:

Aunque el ordenador no sabe qué es una mesa, sí puede llegar a comprender qué está cerca de otros dos puntos, «silla» y «madera», y muy lejos de otro punto denominado «Plutón». En este espacio euclídeo no hay contenido real, tan solo relaciones entre puntos vacíos. Es la distancia que hay de un punto a otro, el que define al objeto que está representado en ese punto. Los seres humanos podemos llegar a imaginar un plano tridimensional, pero las máquinas no tienen ni imaginación, ni límites a la hora de manejar dimensiones. Por lo tanto, a «mesa» se le puede situar en un hiperplano con cientos de dimensiones. En ese espacio complejo e imposible de recrear en nuestros cerebros, «mesa» estaría definida por, por ejemplo estas 300 coordenadas y sus relaciones en distancia con todas las palabras que forman parte de este espacio:

Se definiría embebbing al proceso de situar una palabra dentro de un hiperplano concreto. Por ejemplo, el que se muestra arriba, son las 300 coordenadas de «mesa» en el modelo de Spacy «es_core_news_med». Para llevar a cabo este posicionamiento en un espacio de 300 dimensiones de una palabra concreta se tiene que entrenar a un modelo de procesamiento del lenguaje humano con cientos de miles de palabras y textos. Solo así será capaz de comprender qué posición concreta recibe una palabra en un espacio tan complejo. Y esto se hacía antes incluso de que llegara el Transformer. Porque los modelos de procesamiento de lenguaje modernos, como Spacy y NLTK, son capaces de llevar a cabo este embebbing y mucho más. A través de una secuencia de procesos, van enriqueciendo su conocimiento acerca de la palabra (gramática, análisis de dependencias…), de tal modo que alcanzan una compresión muy profunda de la palabra humana.

Pipeline de Spacy. Fuente: Spacy

Sin embargo, los seres humanos no hablamos palabra a palabra, sino que las unimos para generar frases, que sí son unidades de comunicación. Y estos modelos, a pesar de ser exquisitos gramáticos, son incapaces de comprender ni el contexto, ni el significado de la frase que contiene esas palabras. De ahí que, por ejemplo, los traductores basados en estas tecnologías, a pesar de obtener rendimientos excelentes, en muchas ocasiones eran incapaces de reproducir el significado del texto original en la lengua de salida. Pero entonces llegaron los transformers, y el procesamiento del lenguaje humano cambió, tal vez, para siempre. Gracias a esta arquitectura, el ordenador no solo entiende las palabras, sino que es capaz de contextualizarlas en el texto donde están escritas, de modo que no se trata de un saber monolítico, enciclopédico, sino de una saber líquido, en constante cambio, que se adapta a las necesidades del momento. En el gráfico siguiente se puede observar cómo del transformer RoBERTa administra la palabra «mesa» en tres contextos diferentes: «mesa» sin contexto; «mesa de salón». El gráfico corresponde a la representación en dos dimensiones de las 528 dimensiones del embedding de estas palabras en el modelo RoBERTa-base-biomedical-es.

Como se puede observar, el transformer va modificando la posición de el hiperespacio de la palabra mesa en función de la experiencia previa adquirida con las palabras que la rodean en la frase. Algo parecido sucede en el cerebro humano. Si nos piden que nos imaginemos una mesa, aparecerá delante de nosotros la imagen de una mesa x, que es el modelo que tal vez tengamos nosotros de referencia. Pero la imagen cambia si se nos pide imaginar una mesa de salón, o una de quirófano.

Tratemos de imaginarnos ahora lo que es el espacio de las palabras embebidas: un área delimitada por cientos de dimensiones donde una palabra puede tomar una posición u otra en función de su relación con las demás. El espacio de las palabras embebidas no es fijo y estable e el tiempo, muy al contrario, es líquido, inconstante. Y, a pesar de que parece ilimitado, tiene sus fronteras. Existen palabras tabús que no están registradas en el espacio y, por lo tanto, bien no se administran, bien se gestionan erróneamente. También se puede dar el caso de palabras que no encajen en los contextos preentrenados por el modelo, y también provoquen malfuncionamiento en el sistema. Aunque el transformer digiere todos los textos que le llegan, no todos los textos son digeridos correctamente. A medida que estos se acerquen más a los conocimientos con los que ha sido preentrenado, mejores rendimientos se obtendrán. Por contra, con textos anormales, los resultados serán anormales.

Yo sí tengo prejuicios, pero…

En estas semanas hay una campaña de una ONG que ha llenado las marquesinas de las paradas de autobús con un cartel con el slogan: «Yo no tengo prejuicios, pero…». Con esta campaña, la organización no gubernamental trata de concienciar a la población acerca de la hipocresía con la que manejamos ciertos temas conflictivos en nuestra sociedad: inmigración, racismo, homofobia, machismo…

Parece ser que una sociedad ideal es aquella en la que el nivel de intolerancia es cero, y todas las personas que la componen son tratadas, respetadas y visibilizadas de un modo digno e igualitario. El derecho a la indiferencia, que es un derecho que no puede ser legislado por ningún gobierno, debería abarcar todas y cada una de las capas que conforma la sociedad. Por ello, la moral máxima a la que debe aspirar cualquier miembro de esa sociedad exige una estricta tolerancia hacia la diferencia. Quien se expresa de modo intolerante debe ser reprendido.

Ahora bien, hay macrointolerancias y microintolerancias. Las primeras son hechos constituyentes de la persona como tal, y afectan e influyen en el comportamiento diario de esta. Un racista considerará que hay una raza superior (generalmente, la suya), y tratará a las otras razas con desprecio y condescendencia. Un machista aplicará su sentir en todos los aspectos de la vida diaria: en familia, en el trabajo, con los amigos… Aunque pueden censurarse en el dominio público, en entornos íntimos los macrointolerantes suelen expresar sin ningún tipo de pudor sus sentimientos hacia los magrebíes, gitanos, mujeres, gays… Consideran que su racismo, machismo, homofobia… son moralmente superiores y, en ningún caso, se creen los «malos» de la sociedad. De hecho, juegan con el victimismo y se sienten damnificados por el «buenismo» imperante que, además de impedir la libre expresión de sus opiniones, creen que va a llevar a la sociedad al mayor de los desastres.

Sin embargo, los macrointolerantes son una minoría en una sociedad como la nuestra, que se ha ido construyendo en base a unos valores universales e ilustrados, entre los cuales está la tolerancia al diferente. Eso no quita para que todos y cada uno de nosotros podamos comportarnos intolerantemente en algún momento, e incluso llegar a expresar una retahíla de comentarios que están muy cerca del discurso de los intolerantes. La razón de este comportamiento, absolutamente normal, extendido e inevitable, está en la imposible aplicación del derecho a la indiferencia sobre aquellos que la sociedad considera diferentes. Este clivaje igual-diferente viene impuesto por los diferentes discursos que pueblan nuestros pensamientos y conversaciones, y que vienen definidos por la episteme, ese marco de verdad que establece relaciones entre las diferentes ideas permitidas, y que margina a las prohibidas. El diferente está lejos del core epistémico, lejos de esa zona donde la verdad se condensa y casi se convierte en una Verdad absoluta e inapelable. Más aún, el diferente ronda los márgenes de lo permitido, se acerca a territorios tabúes, y es sentido y señalado como un peligro que, en cualquier momento, puede desmoronar ese equilibrio epistémico de la sociedad. El marco de verdad que ofrece la episteme a la sociedad no es útil por las verdades que alberga, sino por el control social que se genera a partir de ella, y que permite que una sociedad humana siga siendo humana, y no caiga en el infierno de una sociedad animal. Lo diferente, al tener un complicado encaje en el marco de verdad, es considerado automáticamente como elemento inestabilizador de la sociedad y, por ende, debe ser apartado.

Por lo tanto, nuestros prejuicios nacen antes incluso de que nosotros podamos llegar a realizar un juicio de nuestras ideas, pues nos es imposible pensar supraepistémicamente, esto es, superar el marco de verdad sobre el cual se han constituido todas y cada una de nuestras ideas. Todos tenemos prejuicios porque vivimos en una sociedad humana, la cual se defiende a través de un sistema de control social. Ese control social funciona porque ya actúa sobre nosotros antes de que nos demos cuenta de él. Y en su influjo nos exige que tengamos cuidado de lo añejo, pues puede desestabilizar a nuestra sociedad.

Tenemos prejuicios hacia lo diferente porque estamos programados socialmente para ello. Eso no quita que, una vez pasado el nivel inconsciente de lo epistémico, podamos juzgar nuestras ideas y acciones y actuar en consecuencia. Y así, ante lo diferente, obrar de una manera abierta y tolerante. La diferencia entre creer no tener prejuicios y tenerlos, pero ser consciente de ello, es muy importante. Si yo creo que no tengo prejuicios, estoy negando la naturaleza social de mi estructura de pensamiento y, por lo tanto, estoy bajando las defensas ante un posible acto de intolerancia por mi parte. Puede que, aunque me crea muy tolerante, en realidad me comporte muy prejuiciosamente, pero no me de cuenta de ello. Y si me entero, lo justifico («Yo no tengo prejuicios, pero…»). Por contra, si yo acepto mis prejuicios y obro teniéndolos en cuenta, podrán darse situaciones en las que cometa alguna microintolerancia, incluso macrointolerancia. Pero me daré en seguida cuenta de ello. Y tomaré medidas para que no vuelva a suceder («Yo sí tengo prejuicios, pero…»).

La elevación al altar de la máxima moralidad a la tolerancia y el desprejuicio absolutos, que no es más que el fruto corrupto de una visión universalista, ilustrada, pero mal entendida, tiene sus consecuencias. Y una de ellas es la hipocresía. Hipocresía que intenta ocultar un hecho inherente a nuestro pensamiento y que es contrario a las convenciones públicas. Yo tengo prejuicios, pero ello va contra los estándares morales contemporáneos. Soy un monstruo y debo ocultarlo. La tensión interna entre el discurso oficial y el marco del pensamiento que estructura las ideas de todas y cada una de las personas provoca una esquizofrenia insoslayable.

¿Cuál es la solución? Aceptar nuestros prejuicios. Aceptar que somos machistas, racistas, homófobos, gordófobos, frikifobos… en general, intolerantes hacia la diferencia, hacia todo aquello que queda en los márgenes de la episteme. Y, a partir de la renuncia a una vida todo-tolerante y desprejuiciada, tratar de controlar, refrenar nuestros prejuicios. Posiblemente en muy pocas ocasiones cometamos un macromachismo o un macrorracismo, pero nuestras conversaciones estarán trufadas de microintolerancias. No pasa nada mientras las detectemos, o aceptemos la crítica externa del que las descubra. Porque así estaremos en condiciones de analizar en conciencia nuestras palabras para tratar que, nunca más, vuelvan a surgir de nuestra boca. Lo cual es harto imposible. Pero el esfuerzo cuenta. Porque yo sí tengo prejuicios, pero trato de no imponerlos a nadie.

El improbable regreso del centro en España

Los que creímos, deseamos o vislumbramos el fin del bipartidismo en España estábamos completamente equivocados. A fecha de hoy, no hay lugar a nivel nacional para otras aventuras políticas más allá de una derecha o izquierda. En primer lugar, porque la «tercera vía» a los partidos políticos tradicionales no es ofrecida por un partido nacional diferente a PSOE o PP, sino por el taifado de partidos regionalistas, nacionalistas e independentistas que pueblan el ecosistema autonómico español. Estos pequeños partidos pueden arrebatar una cuota de poder muy importante al bipartidismo, incluso ejercer una gran influencia en ciertos temas que pueden afectar a su territorio autonómico; pero jamás podrán imponerse al bipartidismo. Y es que, una hipotética «Confederación de Partidos Nacionalistas de la Españas» podría tal vez, llegado el momento, ser fuerza mayoritaria, pero las tensiones internas (¿Quién se lleva el trozo más grande del pastel?) serían tan intensas que este partido político acabaría desgajándose poco después de su fundación.

La segunda razón por la preponderancia del bipartidismo en España es el sectarismo crónico con el que se plantea el modo de hacer política. El espacio que queda cuando se impone el «si no estás conmigo, estás contra mí», y este discurso es aceptado por todos los participantes, la pluralidad queda restringida a dos opciones: «nosotros» y «ellos». Y en ese «nosotros» acaba incluido todo lo que está en contra de «ellos». Así, en el lado del PSOE se alía desde la izquierda radical de Podemos o Sumar, hasta el fascismo etnicista de Bildu o Junts, pasando por el conservadurismo clásico y eficiente del PNV. Todo ello porque todos estos grupos están en contra del PP. Lógicamente se darán momentos históricos de disgregación del votante, que provocará una pérdida de cuota de poder al partido referente (PSOE), pero muchas otras veces este concentrará gran parte de los votos gracias al lema del «voto útil».

Es cierto que hay partidos nacionales que obtienen una representación bastante digna en sucesivas elecciones: Podemos-Sumar, UPyD, Ciudadanos, Vox… Incluso en algún momento se dieron situaciones en las que se podría haber producido uno de esos famosos «sorpassos», pero la estabilidad de las cuotas de poder de estos partidos políticos suele limitarse a una o dos legislaturas, tras lo cual, bien desaparecen, bien se convierten en partidos marginales (a pesar de que a veces obtienen gran cantidad de votos, como sucedió a UPyD en 2011, que obtuvo 5 diputados con 1.100.000 votos, frente a los 16 con 1.000.000 de CiU).

Desde la Transición se han venido a constituir diferentes partidos políticos «de centro» o «transversales», como el Partido Demócrata Popular, el Centro Democrático y Social, o los ya comentados UPyD, Ciudadanos. Tras unos breves momentos de luz, todos ellos han acabados enterrados en la sombra del olvido. Hace cuatro años escribí las razones por las que creía que ningún partido de centro podría alcanzar unas cuotas de poder importantes y muy estables:

  1. Como moderados que se supone que son, no pueden utilizar el insulto, la descalificación, la fake news contra el adversario.
  2. El centrista no agita banderas, ni identidades segregadas, sean estas autonómicas o nacionales.
  3. No existen biblias centristas que, como «El capital» de Karl Marx o «El camino de la servidumbre» de Friederich Hayek, ayudan a construir un cuerpo ideológico sobre el que los adeptos puedan sentir que sus opiniones son no-contradictorias.
  4. Están obligados a hablar y pactar con todos los partidos no extremistas, lo cual provocará reacciones adversas de uno y otro lado.
  5. En el momento en el que los centristas insultan, mienten, agitan el miedo al «otro» o prefieren pactar con extremistas que con moderados, dejan de ser de centro, y es en ese momento cuando quedan en evidencia a los ojos de los ciudadanos.

Quizás es el cuarto punto el que más afecta a los partidos de centro en España. Porque, ante el sectarismo galopante que golpea nuestras conciencias políticas desde casi el final de la Transición, el centrista deja de ser centrista en el momento en el que pacta. Porque pactar hay que pactar, pero dependiendo de quiénes sean los elegidos va a provocar un descrédito en la trinchera contraria: si se acerca al PSOE, serán tachados de comunistas y destructores de España; si, por el contrario, eligen al PP como socio, serán tildados automáticamente de ultraderechistas rancios y franquistas. Dos slóganes muestran la tendencia a este inmovilismo entre facciones: el «Que te vote Chapote» de la derecha y el «trifachito» con el que la izquierda bautizó a todo entendimiento entre PP, C’s y Vox.

La única opción que atisbo a los partidos de centro españoles es la aceptación de este destino trágico, de modo que se organicen como plataformas temporales en las que grupos de ciudadanos se junten y movilicen en pos de soluciones y medidas concretas que, con la política de bloques que paraliza la vida política española, son inviables. Por ejemplo, romper la dependencia de los grandes partidos al chantaje de los partidos nacionalistas e independentistas. O luchar por lograr un acuerdo satisfactorio para la reforma de la Educación o la Justicia. O resolver el grave problema de las jubilaciones que, tarde o temprano, explotará. El hecho de aceptar su naturaleza breve y fugaz, con la entera consciencia de que esa aventura acabará más pronto que tarde, puede eliminar algunas tensiones y trabas que los partidos políticos tradicionales sufren por la imperiosa necesidad de sobrevivir. El ruido mediático es menos ruido si el objetivo no es vencer en las siguientes elecciones, sino hacer cumplir con las propuestas con las que se concurrió en la legislatura vigente.

Empero, probablemente, el político medio español no piensa en términos de eficiencia a corto plazo, sino que busca incansablemente el modo de no sucumbir y desaparecer del mapa. Además, la financiación de las campañas electorales exige de unos créditos que los bancos solo ofrecerán si tienen garantías de que esa formación política no desaparecerá el año que viene. Por ello, en un corto plazo y, tal vez. mientras no se resuelvan los conflictos ideológicos que enfrentan a los dos bandos políticos españoles, veo improbable el regreso del centro político en España, ya sea en la figura de un partido político tradicional ya sea como plataforma ciudadana transitoria.

Sobre la procastinación

procrastinar 

Del lat. procrastināre.

1. tr. Diferir, aplazar.

(Fuente: RAE)

Hay que diferenciar dos ideas muy diferentes que suelen confundirse cuando se habla de procrastinar, esto es, el aplazamiento de una acción que bien podría haberse llevado a cabo en el momento presente. Y es que, hay quien se considera a sí mismo, o bien es tildado por los demás de procrastinador, cuando realmente no lo es. De hecho, existen decenas de manuales de autoayuda y videos en redes sociales en los cuales se nos enseña a evitar la procrastinación, muchos de ellos inútiles y llenos de frases vacuas, que poco o ningún favor hacen a los «falsos procrastinantes».

En el acto de procrastinar hay dos elementos: el ejecutor procrastinante y la acción procrastinada. Y una realidad: la acción será llevada a cabo, tarde o temprano, por el ejecutor. Por que si no fuera ese el caso, y el ejecutor se desentiende de sus obligaciones, ya no se podría hablar de procrastinación. Por lo tanto, de lo único que se le puede acusar al ejecutor es de haber aplazado la ejecución de la acción, mas nunca de no haberla realizado. A partir de esta aclaración, podemos diferenciar dos tipos muy diferentes de procrastinación: la influida por el ejecutor, y la influida por la acción.

La procrastinación influida por el ejecutor es la verdadera procrastinación: el individuo se sitúa en un entorno emocional tal que no es capaz de activarse para llevar a cabo las acciones que le son encomendadas, bien desde una orden externa (por ejemplo, tu jefe que te pide acabar el dossier para mañana) o interna (por ejemplo, hacer tu cama antes de desayunar, cuando nadie va a exigirte y obligarte cumplir con esa acción… salvo si el espacio es compartido por otra persona). En vez de ponerte delante del ordenador para rellenar el dossier, prefieres pasar el rato jugando con el Candy Crush de tu smartphone. O, ¿para qué hacer la cama si dentro de unas pocas horas vas a deshacerla? Mejor tumbarte en el sofá a ver la tertulia de la mañana. Al final el dossier será completado, aunque a última hora y corriendo. Y habrá un día en el que la cama será recogida; tal vez cuando de las sábanas emane un olor sospechoso y ya no se pueda pegar ojo dentro de ellas. El procrastinador no encuentra ánimo ni razones para ejecutar sus tareas y prefiere «perder el tiempo», acción noble y loable donde las haya, sobre todo en una sociedad como la nuestra donde «perder el tiempo» es un pecado. Eso sí, cuando ese «perder el tiempo» es practicado al extremo se transforma en un vicio. Salvo enfermedad mental severa, no hay procrastinadores puros, aquellos que evitan realizar cualquier acción y se sitúan en una pasividad total. No existe el Bartebly perfecto. Siempre hay algo que mueve a un procrastinador verdadero, lo que sucede es que, a veces es difícil de encontrar y, otras veces, eso que les mueve tiene muy poco valor a ojos de un observador imparcial.

Hay muchas veces que se habla de procrastinación, pero esta no es real, pues viene esta influida por la acción procrastinada. Y es que hay actos en la vida de una persona que dan pereza. Que no apetecen. Siempre se encuentra alguna otra cosa, más importante, más urgente, para realizar, de modo que se aplaza sine die aquello de lo cual se huye. En este caso, la persona funciona perfectamente en todos los ámbitos de su vida, excepto en las acciones procrastinantes, en la ejecución de las cuales se comporta como un auténtico procrastinador. Muchas de esas acciones son comunes a muchos mortales. Por ejemplo, ciertos trabajos de mantenimiento del hogar, como lo es la limpieza de los cristales. Que si un día llueve, que si el otro hace sol y prefiero salir a la calle a dar una vuelta… nunca encontramos el momento de ponernos el mandil y liarnos a pasar la bayeta a las ventanas de nuestra vivienda. No es que seamos unos procrastinadores natos porque ya desde el ventanal del salón no entre una gota de luz natural y tengamos que tener las lámparas día y noche encendidas; simplemente esa acción nos es procrastinante.

No todas las personas sienten una aversión natural hacia los mismos actos; el catálogo de acciones procrastinantes es tan amplio como la vida misma, y aquello que es procrastinante para unos puede resultar una urgencia para otros. Y de ahí viene el conflicto: cuando alguien exige a otro que cumpla con unas obligaciones que son percibidas por el primero como urgentes, y por el segundo como procrastinantes, el primero va a entrar en cólera cuando el segundo entregue su trabajo a última hora. Y, de ese modo, este último quedará tildado de procrastinador para toda la eternidad, a pesar de que en el resto de ámbitos de su vida sea una persona disciplinado y eficaz.

En resumen, no todo a aquel a quien se le acusa de procrastinador, realmente lo es: hay que diferenciar las personalidades procrastinadoras, que tienden a retrasar todo acto, por actos procrastinantes que, bien por su naturaleza, bien por las circunstancias que los rodean, «prefiero no hacerlas».

Cochrane y el rol de la incertidumbre en las disciplinas médicas

El problema de la ciencia médica es que sus objetos no pueden reducirse a una ecuación matemática. Tampoco se puede controlar el ruido ambiental, al modo de un laboratorio de física o química. En medicina 1+1=2 sólo existe sobre el papel, no sobre el paciente. Si exigimos una radicalidad absoluta en sus resultados, como si se tratara de una disciplina lógico-matemática, la medicina fracasará. Por lo tanto, solo hay dos opciones: el relativismo (que acabará matando también a la medicina, pues no diferirá esta mucho del curanderismo y otras terapias alternativas) o la incertidumbre.

La ciencia médica en la incertidumbre exige aceptar que nuestra verdad (v1) no es la Verdad (V0), y que existen otras verdades (v2, v3… vn) que se sitúan en unas órbitas alrededor de V0 similares a la nuestra. Podremos (y deberemos) criticar esas verdades limitadas, pero no destruirlas.

Cochrane es un instrumento que nos permite orientarnos en nuestra travesía por la sinuosa Medicina Basada en la Evidencia (MBE). La misma MBE ha ido transformándose: su primera definición era mucho más rígida y más centrada en el texto publicado de lo que es en la actualidad, más centrada en la experiencia del médico y en las necesidades del paciente.

Cochrane es imperfecta porque no puede controlar todos los aspectos de una investigación científica médica, la cual de por sí ya es imperfecta por las razones antes comentadas. Es una brújula que no siempre apunta hacia el Norte, pero siempre anda cerca.

Sin embargo, Cochrane ha sido, es y espero que siga siendo una excelente herramienta que permite controlar el relativismo de la ciencia médica. Sus conclusiones no son palabra de dios, indiscutibles; no son Verdad Absoluta, sino verdad limitada. Cochrane ayuda a convertir el relativismo en incertidumbre.

Existe gran controversia acerca de los metaanálisis de Cochrane, y ponen en duda no solo la calidad de sus resultados, sino la aplicabilidad de las conclusiones. Pero tal vez el problema no está en Cochrane; tal vez el problema se sitúa en la mente de algunos médicos. Y es que los médicos, como el resto de seres humanos que han bebido de la racionalismo moderno europeo, no están habituados a manejarse en términos que van más allá del SI/NO, bueno/malo, blanco/negro. Necesitan respuestas matemáticas a problemas humanos. Es el precio a pagar por las fuentes materialistas de las que ha bebido la profesión médica: desde Cnido hasta Karl Popper, pasando por Aristóteles y Descartes.

Dada la naturaleza imperfecta de Cochrane se hace necesaria su continua revisión. La revisión exige un choque de ideas entre los que quieren que todo siga igual (inerciales) y los que, por el contrario, exigen cambios (revolucionarios). Si se hace de modo correcto, el resultado no satisfará a los más radicales de uno y otro bando (que creen que su verdad es la Verdad), pero permitirá que la mayoría de los médicos moderados puedan tratar a sus pacientes con la seguridad de que, si lo que hacen no es del todo correcto, por lo menos, no dañarán (en exceso, porque de yatrogenia tampoco está libre la Cochrane. Y el hecho de tener este aspecto en cuenta, dignifica).

Ayn Rand y la violencia

Desde este blog he criticado en varias ocasiones el objetivismo, ese bosquejo de filosofía que perpetró a lo largo de su vida la escritora ruso-americana Ayn Rand, y que tanto ha influido en el pensamiento político conservador de los Estados Unidos. La simplicidad y radicalidad de sus planteamientos hacen que, por una parte, sean fáciles de entender y digerir, y por otra parte, favorezcan la adhesión inquebrantable de aquellos a los que dichas teorías les favorecen: generalmente, gente de gran poder, riqueza e influencia. Y es que el objetivismo de Ayn Rand es una moral de superhéroes, en la que no hay derecho al error, salvo si tienes el suficiente colchón financiero para soportarlo. El individualismo ultramontano de Ayn Rand exige no depender de los demás y exime de responsabilidad ética o moral a todo aquel que se niegue a cualquier acto de solidaridad para con los otros. Difícil encaje de esta teoría en un mundo en el que los grandes colosos financieros son socorridos antes de caer en el «default» por todos los ciudadanos a través de unos impuestos «solidarios» que Ayn Rand aborrecería de manera sistemática.

El error de Ayn Rand en su propuesta filosófica yerra desde la misma base. La escritora considera la no-violencia como el estado natural de una sociedad humana, el cual puede ser mantenido por la firme confianza de los individuos en la capacidad individual de producir e inventar. Según Rand, la violencia aparece después del acto de producción para desposeer a los generadores de riqueza de aquello que con su esfuerzo y trabajo han creado. La violencia carece de toda función cohercitiva-controladora: solo es expoliadora. Desde ese punto de vista se podría plantear una sociedad en la que los más aptos se situarían en lo más alto de la pirámide social y pudieran ejercer su poder «sin violencia» sobre los menos aptos, los cuales aceptarían de buen grado el sometimiento y la degradación que los más aptos les impondrían (simplemente por el hecho de ser «menos aptos»). También, por regla de tres, los más aptos aceptarían de buen grado que si sus descendientes fueran menos aptos que los hijos de los plebeyos inhábiles, bajaran estos del pedestal donde habían sido criados. En fin, en una sociedad donde la violencia no sea «conditio sine quanon» de su exixtencia se podría plantear una filosofía como el objetivismo randiano.

Nada más lejos de la realidad. La violencia, todo lo indeseable que resulte, se sitúa en la base de toda sociedad en la que se produzca algo que vaya más allá de los objetos que pueden llevarse a cabo con los conocimientos acumulados en el genoma. Para la generación de productos se necesita excedente y cultura. La ausencia de excedente obliga a consumir todos los bienes obtenidos para la supervivencia. La ausencia de cultura impide la acumulación de conocimientos necesarios para la transformación de esos excedentes. La cultura precisa tiempo, tiempo que no se dedica a la recolección de frutas o a la caza de animales. Por lo tanto, se hace obligatorio que, para que una sociedad se desarrolle, alguien acumule grandes cantidades de excedente sin haber gastado energía en obtenerlos. Al principio de los tiempos, esto solo puede darse mediante la expropiación violenta de los fuertes a los débiles. Antes de que se genere el primer objeto cultural, un bruto tiene que haber confiscado el fruto del esfuerzo de un débil. Antes de que se genere el primer objeto cultural, se tiene que normalizar esta confiscación violenta, de modo que el bruto pueda permanecer en lo alto de su poder incluso cuando envejezca, y aparezcan productores más fuertes que él, capaces de vencerlo en batalla. La inestabilidad en el poder no permite la producción más allá de lo mínimo para subsistencia.

En el momento que una élite se establece en lo alto de la sociedad, y puede obtener de manera regular un excedente sin estar obligada a gastar tiempo en producirlo, se dan las condiciones para la generación de objetos culturales que van más allá de los objetos instintivos que los humanos, como todos los animales, somos capaces de producir incluso sin haberse producido intercambio de conocimientos previos con otros seres humanos.

Pero para alcanzar ese momento, para que una sociedad que ha partido de una arcaica estructura animal, se constituya como hecho productor de objetos culturales, ha hecho falta una transición en la que ha intervenido, sin duda alguna, la primera ley fundadora de todo grupo humano, y que es de origen animal: la ley del más fuerte; la violencia como protoherramienta organizadora de los roles que cada persona toma en la sociedad.

Es cierto que una sociedad en la que se ejerza visible y ostentosamente la violencia apenas tiene capacidad de crecimiento, puesto que los productores estarán más preocupados en sobrevivir a esa violencia que a generar excedente. Es por ello que el desarrollo de las sociedades viene ligado, no a la desaparición de la violencia-en-sí, sino más bien en el enmascaramiento de la misma a través de dispositivos de control social. En el momento en que una sociedad, por muy «civilizada» y pacífica que sea, entre en crisis y se desmorone su estructura de control y poder, la violencia primigenia y la ley del más fuerte que la contempla aparecerán crudas y crueles en las calles de pueblos y ciudades, con la finalidad de que esa sociedad en quiebra siga siendo humana, y no caiga en el infierno de lo animal.

Por lo tanto, la teoría objetivista de Ayn Rand no es posible en unas sociedades humanas donde la violencia no solo es inevitable, sino también la garante última de su pervivencia. Más aún, si alguien tuviera la insensata idea de llevar a la realidad el sueño randiano, tal vez podríamos observar, de nuevo, las consecuencias que provocan todas las teorías políticas todo-racionales que, como el objetivismo, se olvidan del lado irracional de las personas: un infierno de violencia e injusticia sobre la Tierra.