Polonia: nacionalismo e historia justificativa

My mum warms me: there’s an anti-Semite in every Pole; be careful; even the most educated among them are superstitious about Jews; even the best will betray you.
Eva Hoffman. Lost in Traslation

Es cierto que fueron los nazis los que establecieron los campos de concentración en Polonia; y que los nazis fueron, en su mayor parte, ciudadanos alemanes. También es verdad que estos infiernos en la tierra solo se mantuvieron operativos durante la ocupación nazi de Polonia. Desde ese punto de vista, Polonia tendría derecho deshacerse de toda involucración del pueblo polaco en los campos de exterminio. Es verdad que hubo excepciones, como en Jebwadne, donde los habitantes, polacos y católicos, asesinaron a más de trescientos vecinos judíos de aquel pueblo. Pero probablemente matanzas de ese tipo nunca se habrían producido si no hubiesen sido amparadas por la ocupación alemana. Ahora bien, así como Polonia no se desliga del afrancesado Frédéric Chopin, y lo convierte en una de sus glorias nacionales, ¿por qué deshacerse de una de las mayores vergüenzas de la historia del siglo XX, aunque tenga aires germanos?

Más grave es la obsesión del PiS (Ley y Justicia, partido del actual gobierno de Polonia), no solo de querer olvidar, sino también de castigar cualquier comentario que asocie a Polonia con el antisemitismo. El antisemitismo, a principios del siglo XX, era un sentimiento absolutamente normalizado en Europa, el cual no era visto con los ojos de un ciudadano del siglo XXI, que tiene la posibilidad de otear a través de la historia los efectos de la versión más extrema de ese odio a los judíos. El ciudadano medio, el político medio y el intelectual medio de los años veinte y treinta eran antisemitas y racistas. Los pogromos contra los ciudadanos de esa religión se ejecutaban a lo largo y ancho de Europa sin la menor conmiseración (Rusia en 1903, Argentina en 1910, o Polonia en 1946…). Las naciones, por lo menos en Europa, no son elementos aislados, herméticos, con valores únicos y específicos, no compartidos con otras naciones. Polonia, en el siglo XX, no fue una excepción: bebió de las fuentes del antisemitismo, generó  una población que normalizó la idea de que el judío era un ser inferior, e implementó una serie de medidas de violencia física o psicológica contra aquella comunidad. Los nazis alemanes no introdujeron una ideología nueva en el seno de la sociedad polaca: simplemente, la llevaron al más horrible de los extremos.

El PiS, como todo partido político nacionalista, utiliza la historia para crear un conglomerado de mitos acorde con las necesidades ideológicas del momento. Aunque parezca que la conjunción de datos históricos que se van sucediendo en esa historia justificativa tiene un poso de verdad razonable, su estructura es débil y fragmentaria; tanto que se derrumba como un castillo de naipes al menor análisis riguroso. Y el intento de negación de un antisemitismo polaco, anterior e independiente de la invasión nazi, es un claro ejemplo de ello.

El nacionalismo necesita de coerción para que su constructo ideológico histórico se mantenga en pie, por lo menos hasta que una parte importante de la población haya asumido como verdadero su discurso aislacionista. Cuando llega ese momento, es la población misma la que coaccionará a los «antipatriotas» y rechazará opiniones y datos históricos que contravengan el catecismo nacionalista. La coerción se puede realizar de modo directo, con violencia legal, como las malas pulgas que gastan los ultranacionalistas del PiS. Pero, cuando el nacionalismo controla los resortes del poder en democracia, no suele necesitar recursos tan diáfanos y brutales: basta con contratar a un ejército de historiadores que coman de su mano, entregarles cátedras universitarias, manipular los libros de texto que se estudiarán en colegios e institutos, y despreciar (que jamás censurar) a aquellos que mantengan un discurso histórico contrario al nacionalismo oficial. Así sucede en gran parte de países europeos (España no es una excepción). Así sucede en las comunidades autónomas gobernadas por los nacionalistas: la polémica vasconización tardía o la supuesta Corona de Cataluña y Aragón son claros ejemplos de ello.

Sí, es cierto que fueron los alemanes quienes organizaron los campos de concentración sitos en la Polonia ocupada por los nazis. Pero no es menos cierto que el antisemitismo que movía las estructuras internas de los hornos crematorios y las alambradas de espino no fue importado por ellos, sino que residía, desde tiempos inmemoriales, en el pensar discursivo de muchos polacos. Fueron ellos los que delataron a sus vecinos judíos, o les extorsionaron y amenazaron; o les arrebataron todos sus bienes; o incluso participaron en matanzas. Recordarles no hace daño, ni a Polonia, ni a los polacos. Es más, son el necesario contrapunto de otros tantas decenas de miles de polacos que arriesgaron las vidas para salvar de la barbarie a inocentes cuyo único pecado era el de poseer un sentimiento de pertenencia diferente al impuesto desde las élites nacionalistas. Nunca fuimos todos justos con los judíos, ni en España, ni en Francia, ni en Alemania, ni en Polonia. Nunca lo fuimos y, en caso de que ahora lo seamos, podremos volver repetir nuestros pecados en el futuro; y es que,  no existe vacuna contra la intolerancia.

 

Deja un comentario