Contra la prometeica de los políticos

En las democracias liberales los ciudadanos no sólo votan a sus representantes políticos, sino que, además, ellos mismos pueden presentarse a unas elecciones, sean municipales, regionales o nacionales. Por lo tanto, no existen requisitos mínimos de formación académica o profesional para dedicarse a la política; tan sólo es necesario convencer a un cierto número de votantes para que introduzcan en la urna un sobre que guarde las siglas de un partido político, o un nombre y unos apellidos.

La acción legislativa del político, la de crear, modificar o anular leyes es, tal vez, una labor lenta y sosegada, que permite analizar concienzudamente los pros y los contras de cada decisión, de cada palabra incluida en la ley, de cada punto, de cada coma. Está asesorado por un gabinete de expertos en derecho, incluso jueces y abogados que son muchas veces los que van a tener que hacer uso de esas modificaciones legales. También serán sometidos a presiones, las de los lobbies, las de grupos cívicos, incluso las de su propio partido, que no sólo valorará la utilidad de las nuevas leyes en términos sociales, sino también en porcentajes de encuestas de intención de voto. La acción legislativa es la del político avezado y desprejuiciado, capaz de elevarse por encima de los intereses partidistas y que tenga ojo para prevenir el alcance de sus decisiones. Por el contrario, el político que se dedica a la acción ejecutiva es un apagafuegos: debe de tomar decisiones muy importantes en poco tiempo, basándose en información inestable. La decisión ejecutiva debe ser eficaz a corto plazo, no como la legislativa, cuyos efectos se suelen cuantificar, a veces, incluso años después de terminada la legislatura cuando se firmaron las nuevas leyes.

El error legislativo puede ser desastroso, pero los efectos pueden ser neutralizados con nuevas leyes que contravengan la nocividad de las anteriores. El político que ha diseñado esas malas leyes puede que ni siquiera sufra descredito, pues éste tal vez se encuentre ya retirado de los despachos (o, incluso, haya pasado a formar parte del consejo de administración de alguna gran multinacional). El ejecutivo, sin embargo, no podrá evitar probar el amargo sabor de sus malas decisiones. Que las tendrá (y si no, habría que reconsiderarse si se vive en una verdadera democracia). Y esas pocas o muchas malas decisiones cubrirán de oprobio todas aquellas que sí hayan resultado exitosas. La política en democracia, sobre todo la de acción ejecutiva, genera decepción, y más cuanto mejor se realice.

Acción legislativa o ejecutiva, el político debe de trabajar con amplitud de miras, con un conocimiento global del hecho político y, sobre todo, con la humildad de reconocer que no se sabe todo y, si algo se sabe, tan sólo es una parte ínfima y localizada del problema. Y ahí radica el problema de la política actual, cada vez más tecnocrática y menos humanística (y humana). Los políticos están mucho mejor formados que hace décadas, y eso siempre es algo positivo y de lo que nos debemos enorgullecer. Sin embargo, esta formación cada vez está más compartimentalizada, superespecializada, limitada a un campo concreto de la esfera socio-política-económica. Muchos de ellos son doctores en derecho, en políticas, en económicas. Han trabajado en grandes corporaciones empresariales, en bancos prestigiosos; o pontificado desde el estrado de alguna universidad. Poseen un amplio conocimiento de lo concreto, de lo específico. Y se vanaglorian, como no podría ser menos, de ello.

El tecnócrata es necesario para la buena función política. El gobernante precisa de su asesoramiento, enseñanzas y consejos. Pero el tecnócrata metido a gobernante corre el riesgo de interpretar el todo por la parte, esto es, creer que las soluciones a asuntos particulares que él tan bien conoce y maneja, sirven también en otros ámbitos y problemáticas diferentes. El tecnócrata cree que la sociedad y política se rigen según unas leyes perfectas, casi naturales, porque así sucede en el reducido taifado de conocimiento en el que se maneja.

El gobernante debe ser sabio e inteligente, pero esas condiciones no se obtienen obligatoriamente a través de un curriculum vitae profesional. Emmanuel Macrón no está mejor preparado para gobernar porque haya trabajado para Goldmann Sachs y  la banca Rothschild. Pablo Iglesias no es mejor político porque sea profesor universitario de Ciencias Políticas. La acción de gobierno para nada tiene que ver con transacciones comerciales (por muy complejas que sean) o con amplios conocimientos teóricos en una materia (por muy política que sea).

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Retrato oficial del presidente de la República Francesa, Emmanuel MAcron

Tomemos el ejemplo de Aneurin Bevan, ministro laborista de la postguerra. Hijo de mineros. Escasamente educado. Trabajó en las minas de carbón desde los trece años. Con ese curriculum, hoy en día en España se le denigraría. En las tertulias de televisión aparecería como un ignorante. La sociedad no le daría el beneficio de la duda y se le tacharía de inútil. Así sucede y ha sucedido con algunos políticos procedentes de hogares y educaciones humildes: Diego Cañamero, Antonio Romero… Aneurin Bevan, con sus escasos estudios y su poca experiencia en política fue el ministro de sanidad británico que creó, desarrolló e implementó el sistema de sanidad pública británico (NHS). Gracias a su labor millones de ciudadanos de su país tuvieron acceso universal y gratuito a un excelente sistema sanitario que, hoy en día, a pesar de ser dirigido por políticos con más estudios, decae y se colapsa.

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Aneurin Bevan (1897-1960). Fuente: The National Library of Wales

La tendencia actual de la política es a ofrecernos candidatos prometeicos: físicamente atractivos, con amplios conocimientos empresariales, don de lenguas en varios idiomas… en una palabra, hombres y mujeres perfectos que auguran una acción de gobierno a la altura de sus curriculums. Podrán lograrlo. O no. Pero ello no dependerá de su sonrisa modelada a golpe de cirugía estética, de su MBA del Esade, o de sus años al mando de las empresas más poderosas; sino de la capacidad que tengan de abstraer ese ingente conocimiento particular que han obtenido a lo largo de su formación y experiencia profesional, para tomar decisiones ejecutivas en la incertidumbre. Ser políticos, no expertos.

 

 

4 comentarios en “Contra la prometeica de los políticos

  1. […] La gran diferencia entre el político y el científico es que, mientras el primero debe saber trabajar en la incertidumbre, al segundo tan solo se le puede exigir saber manejarse en la certidumbre. Mientras al primero se le encomienda la labor de ejecutar soluciones efectivas a problemas generales, el segundo debe ofrecer respuestas precisas a preguntas específicas. El segundo puede (y debe) asesorar al primero a la hora de la toma de decisiones. Pero el político cometería un flagrante y tremendo error si apoyara y basara toda su acción gubernamental en las opiniones fragmentarias de los científicos. Para la acción política se necesita de una visión global, tan amplia como alcance todo el rango de implicaciones que tienen todas y cada una de las decisiones políticas. Demasiado vacuo, generalista e impreciso para un científico que se dedica, en cuerpo y alma, a desenredar los arcanos misterios de una pequeña porción del saber del Universo. […]

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